Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo
En este tiempo estamos celebrando a quienes son catequistas. Queremos acercarnos a cada uno con un abrazo fraterno y el corazón lleno de gratitud. No hay palabras suficientes para agradecerles la entrega, la generosidad y el testimonio que ofrecen cotidianamente en el seno de nuestras comunidades. Son, sin duda, una bendición para nuestra Iglesia.
Conocer a Jesús ha sido el regalo más grande que la vida nos ha dado. Descubrir su mirada misericordiosa, su palabra viva y su amor incondicional ha marcado nuestro camino, le ha dado sentido y esperanza a nuestra existencia. Pero si es inmenso el don de haber encontrado a Jesús, aún mayor es la alegría de poder compartirlo.
Como expresaba bellamente el Documento de Aparecida, “conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (DA 29).
A través de la catequesis la Iglesia cumple una misión fundamental: acercar a las personas a Jesús. No se trata solamente de transmitir ideas o conceptos abstractos, sino de posibilitar un verdadero encuentro con Él. La catequesis tiene sentido cuando ayuda a descubrir a Jesús como el Amigo fiel, el Maestro que acompaña, el Señor que da vida y sentido. Su labor va mucho más allá de la enseñanza de contenidos; es abrir caminos para la experiencia viva de Dios.
Queremos recordar y valorar que esta misión no es solo una tarea personal, sino un encargo de toda la comunidad. Les confiamos la hermosa tarea de guiar a quienes se preparan para la Iniciación Cristiana: niños, adolescentes, jóvenes y adultos. Por medio de la catequesis la comunidad se ensancha, se enriquece y se renueva, acogiendo a quienes han comenzado este itinerario y ayudándoles a integrarse plenamente en la vida eclesial.
No se trata de un listado de temas por aprender sino de una experiencia para atesorar. Por eso, es necesario proponer y vivir un itinerario que incluya la oración personal, el encuentro y meditación con la Palabra de Dios, la celebración comunitaria de la Eucaristía, la vivencia de la caridad y la misión, especialmente con las personas más necesitadas. Solo así la catequesis será un proceso vivo, abierto y transformador.
Conmueve pensar cómo San Óscar Romero, obispo y mártir, se presentaba ante su pueblo como “el catequista de la diócesis”. Asumía esa identidad con humildad y alegría, reconociendo en el servicio de la Palabra y en la animación de la fe el corazón de su ministerio. Es un llamado a renovar el compromiso y asumir con esperanza y creatividad los desafíos que nos presenta el tiempo actual.
Los catequistas, no están solos en este camino. La comunidad les acompaña, les sostiene y aprende también de su testimonio. Cuentan con nuestra cercanía, oración y reconocimiento. El Señor, que no se deja ganar en generosidad, sabrá recompensar cada gesto, cada palabra, cada siembra de esperanza que ofrecen a las personas que acompañan.
En este Año Jubilar, renovemos el gozo de reconocernos “Peregrinos de Esperanza”.
Que María, la primera discípula y catequista, les ayude a perseverar con alegría y entrega. Que el Espíritu Santo renueve cada día su entusiasmo y su creatividad.
Demos gracias, de corazón, por su entrega. Gracias por acercar a tantas personas a Jesús.
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